SPINOZA Y DIOS

Había una vez, en la pintoresca y aburrida Ámsterdam del siglo XVII, un joven amante de la filosofía llamado Baruch Spinoza. Debo de admitir que no era cualquier chico, ya que, siendo yo, tenía un apetito insaciable por cuestionar las creencias establecidas y causar estragos en la comunidad judía. Claro, como buen joven rebelde, mi sarcasmo no dejaba indiferente a nadie y siempre andaba desafiando al límite las convenciones.
Un día me encontré a mí mismo, es decir, a Spinoza, paseando por las calles adoquinadas de Ámsterdam, con una mordaz sonrisa en mi rostro y un tomo de Descartes bajo el brazo, haciendo de las mías. Me disponía a dar una charla sobre lo hilarante que es la existencia, pero aquel día no esperaba lo que me encontraría.
Pasé por la sinagoga en mi camino hacia una taberna, famosa por su cerveza y desenfreno. En ese lugar era común que las mentes más ágiles y descaradas compartieran sus ocurrencias y parodias sobre la filosofía (y por supuesto, lo patético que es ser mortal). Al entrar en la sinagoga, sin embargo, no pude evitar fijarme en alguien que parecía incluso más provocador que yo mismo: Dios.
Se encontraba allí, con una mirada que dejaba entrever un aire de hastío y sarcasmo que me resultaba muy familiar. Nos miramos a los ojos, y supe en ese momento que debíamos enfrentarnos en una batalla dialéctica que dejaría a todos atónitos.
Inmediatamente nos enfrascamos en la discusión más ácida y con tantas capas de ironía que hasta el mismísimo Sócrates se hubiera puesto celoso. Sacamos todos los temas de nuestro repertorio: la moralidad, la metafísica, la ética y, como no, la pasión por los lentes (mi pequeño y divertido negocio). El tono oscilaba entre el sarcasmo y las risotadas hasta que, de repente, surgió el tema de la inmortalidad.
-Oh, Spinoza, ¿acaso no has considerado la posibilidad de que hayas sido yo quien ha creado tus pensamientos? – me preguntó Dios con una sonrisa pícara.
-¿Acaso no te llena de risa pensar que la gran broma cósmica podría ser que yo te haya hecho así de sarcástico?-
Ante estas palabras, alcé una ceja y respondí con mi típica carcajada de desdén:
-Querido Todopoderoso, resulta bastante gracioso que sugieras eso, pero incluso en esa improbable teoría, tendría que agradecerte por hacerme un ser con un gusto tan refinado para la ironía. Si efectivamente me has creado, entonces hasta tú mismo has admitido que el sarcasmo merece una ovación-.
Golpeándome en el pecho, Dios soltó una enorme carcajada cómplice.
-Ya veo, mi amigo, que no somos tan diferentes después de todo- me dijo antes de desaparecer en el aire.
-Pero no olvides que, hasta la ironía, al final, acaba siendo objeto de burla-.
Entonces, con una sonrisa sarcástica dibujada en mi rostro, salí de la sinagoga y continué mi camino hacia la taberna. Con la satisfacción de haber llevado alegremente el sarcasmo a lo divino, celebraría sobre las trivialidades de aquellos que se toman la vida demasiado en serio. Después de todo, si la eternidad es una broma, al menos quiero reírme a carcajadas.