LA SOMBRA DEL POETA

Soy Medardo Ángel Silva y en este vasto mundo me encuentro perdido entre las sombras de mi propia existencia. La vida, ese laberinto en el que intento encontrar un sentido, se me escapa entre los dedos, mientras el tiempo corre veloz y la eternidad parece un suspiro efímero.
Desde mi infancia he cargado con una sensibilidad abrumadora, como una herida que no cicatriza. Los días se suceden y la melancolía se adueña de mí, como un viejo amigo que me sigue a cada paso. Me he sumido en el abismo de mi propio ser, tratando de encontrar respuestas a las preguntas sin fin.
¿Quién soy en este vasto universo? ¿Qué propósito tiene mi existencia? Me pregunto mientras camino por las calles empedradas de mi amada Guayaquil. Veo a las personas pasar, inmersas en sus propias preocupaciones y anhelos. Como telescopios que se dirigen al infinito, busco respuestas en los rostros ajenos, pero solo encuentro la fragilidad y la soledad que también habita en mi interior.
La poesía se ha convertido en mi refugio, en mi manera de dar voz a los pensamientos ocultos que se agolpan en mi mente. En cada verso encuentro un consuelo efímero, una breve conexión con lo trascendente. Pero, ¿Es acaso la poesía el camino para desentrañar la existencia?
Durante las noches, cuando las estrellas parecen guiarme hacia lo desconocido, me sumerjo en un diálogo personal con mis propias sombras. El silencio se convierte en mi confidente más fiel y en las palabras que brotan de mi pluma encuentro un eco de mi alma.
Pero mi alma, esa esencia que se resiste a la fugacidad de la vida, se debate entre la luz y la oscuridad. Me atormenta la nostalgia, el hecho de que todo lo que amo y anhelo está destinado a desvanecerse en la neblina del tiempo. ¿Cómo encontrar paz en medio de esta incertidumbre?
Quizás la respuesta se encuentre en el amor, en esa fuerza misteriosa y avasalladora que ilumina nuestras vidas. En cada ser que he amado, he buscado un sentido, una razón para continuar. Pero también he descubierto que el amor puede ser una fuente de dolor, de decepción y de infierno.
En este constante vaivén entre la soledad y el anhelo de compañía, me veo atrapado en un laberinto del que no logro escapar. Mi ser se debate entre la aceptación y la lucha por encontrar un significado en estas ansias de eternidad.
Y así, sumergido en mis pensamientos y en mi propia búsqueda, deambulo por las calles de Guayaquil, cada paso cargado de preguntas sin respuesta. ¿Quién soy? ¿Dónde voy? Me pregunto, mientras el eco de mi voz se pierde en la inmensidad del universo y la noche cae sobre mí, cubriéndome con su manto de incertidumbre.
II
Fue un día lluvioso cuando conocí a Rosa Amada, una mujer de ojos profundos como el océano y una sonrisa que iluminaba mi existencia. Era como si el universo conspirara a nuestro favor para cruzar nuestros caminos en medio de la niebla y la oscuridad.
Nos encontramos en una pequeña cafetería en el corazón de Guayaquil. Ella estaba sentada en una de las mesas junto a la ventana, absorta en sus pensamientos mientras el mundo a su alrededor se desvanecía. Su figura esbelta y delicada era como un faro en medio de la tormenta que habitaba en mi interior.
Sin saber qué fuerza me impulsaba, me acerqué a su mesa y me atreví a entablar una conversación. Hablamos de literatura, de música, de todos esos mundos que nos unían en la búsqueda de sentido en medio del caos. En cada palabra que pronunciaba, sentía que se abría un universo nuevo ante mis ojos, una mirada distinta a la realidad.
Con el tiempo, nuestra amistad se fue tejiendo con hilos invisibles que iban más allá de las palabras. Nuestros encuentros se volvieron constantes, cada uno de ellos más profundos y reveladores que el anterior. En cada instante junto a ella, encontraba un resquicio de luz en medio de mi laberinto interior.
Y fue en un atardecer dorado, con el sol susurrando en el horizonte, cuando el amor se coló entre nuestras almas. Fue un encuentro mágico, una explosión de emociones y sentimientos que nos arrastró hacia un abismo de pasión y dulzura.
Rosa Amada se convirtió en la musa de mis poemas, en la razón por la que cada palabra ganaba vida en mi pluma. Juntos nos adentramos en un mundo secreto que solo existía para nosotros dos. Exploramos cada rincón del ser, nos sumergimos en las profundidades de la existencia y renacimos en cada caricia y suspiro.
Pero, como todo en esta vida efímera, el amor también lleva consigo el germen del desamor. Poco a poco, nuestra relación comenzó a desvanecerse, como arenas movedizas que nos arrastraban hacia la soledad y la desesperanza. La distancia se hizo presente, las grietas se formaron, y en cada palabra no dicha se perdían pedazos de nuestro amor.
Me aferré a ella como un náufrago a la única tabla de salvación en medio de la tempestad. Pero, a medida que los días se tornaban grises y las palabras se volvían silencio, su ausencia comenzó a carcomer mi alma. El desamor se instaló en cada pensamiento y la tristeza se convirtió en mi única compañera.
Y así, entre las facetas luminosas y oscuras del amor, me encontré en una encrucijada existencial. ¿Qué había pasado con el amor que creíamos eterno? ¿Dónde estaba el refugio en medio de la derrota?
El laberinto del ser ahora se bifurcaba en caminos sin sentido, dejándome con un corazón herido y un alma en busca de alivio. En medio de la oscuridad, me recordé a mí mismo que el amor no es una constante, sino una fuerza en constante movimiento. Y aunque el desamor pesara en mi pecho como una losa, sabía que debía seguir adelante, buscar respuestas más allá de las sombras.
Y así, continué mi travesía por este laberinto existencial, con la esperanza de encontrar un significado en medio del caos y aceptar que en los encuentros y desencuentros de la vida reside la esencia misma de nuestro ser.
III
Desde aquel primer encuentro, mi pluma se afanaba en buscar palabras que pudieran describir su belleza; pero las letras parecían indignas, inútiles para expresar todo el fulgor que irradiaba. Rosa Amada se convirtió en mi musa, en la inspiración que tanto anhelaba. Susurros de versos resonaban en mi mente, implorándome ser plasmados en papel, alimentando así mis noches de insomnio en un eterno vaivén entre tinteros y poesías.
Pero, a pesar de ser mi musa, Rosa Amada era también un amor imposible, pues sus ojos dejaban entrever un insondable abismo que se interponía entre nosotros. Era como si su alma estuviera cautiva en el éter de un mundo desconocido para mí, y mi presencia solo agudizaba el dolor que habitaba en su ser. Sus miradas fugaces, cargadas de una intensidad desconocida, me llenaban de un vacío atroz, en el que intentaba aferrarme a la esperanza de que algún día aquel abismo desapareciera.
En cada encuentro, nuestros diálogos se desarrollaban en un juego de palabras susurradas al viento, dejando escapar tan solo fragmentos de nuestros pensamientos más profundos. Su voz resonaba en mi mente como una melodía celestial, pero siempre dejaba un rastro de incertidumbre que desafiaba mis sentidos más lúcidos. ¿Por qué me eludía? ¿Por qué me sometía a este amargo deseo sin posibilidad de consumarse?
La enigmática Rosa Amada se convirtió en mi tormento, en esa pasión prohibida que alimentaba mi existencia con dolor y anhelo. Me debatía entre el deseo de poseerla y el temor de perderme en aquel abismo que parecía carcomer sus entrañas. Cada verso, cada suspiro eran mesuradas ofrendas en el altar de aquel amor inalcanzable, un tributo a la dicha efímera que me prodigaba su presencia.
Así transcurrían los días y las noches, hilando versos y suspiros entre mi añoranza y mi desesperación. Mi pluma se deslizaba sobre el papel, desafiando mi propia existencia al tratar de capturar en palabras la esencia de Rosa Amada. Pero aquella esencia siempre se me escapaba, como un sueño que a punto de ser alcanzado se desvanece.
En medio de mi confusión, supe que debía seguir adelante, que Rosa Amada no era solo mi musa, sino también mi catalizador existencial. Su misterio y su imposibilidad me impulsaban a explorar los límites más recónditos de mi ser, a adentrarme en la oscuridad para resurgir con nuevos versos que desafiarían las leyes del universo.
Rosa Amada, musa y amor imposible, seguía siendo el faro que iluminaba mi camino incierto, un faro que, a pesar de amenazar con consumirse en la bruma, siempre ansiaba volver a encontrar. Entonces, en medio de mis letras y anhelos, comprendí que el amor verdadero se nutre de esa dualidad eterna: lo inalcanzable y lo esencialmente humano.