ELOGIO A LA MUERTE I

Era un atardecer de invierno, cuando conocí a la muerte. El viento azotaba las hojas secas, creando un murmullo en consonancia con mi alma. Errante y solitario andaba, embebido en las tinieblas que me rodeaban, y un lívido rostro se cruzó en mi camino.
Ella, la muerte, se mostró esbelta y hermosa, con colores opacos y mortecinos que se reflejaban en su oscuro vestido, el cual ondeaba inmóvil, como si el tiempo no existiese a su alrededor. Sentí cómo su presencia me helaba, la cual se reflejaba como un eterno poema que recitaban sus deslumbrantes ojos negros, profundos y atormentados.
Quedé atrapado ante su lúgubre semblante; sin embargo, mi corazón de poeta no pudo contener el impulso de retratarla en mi inmortal pluma. «Señora de las sombras», susurré a su oído, «permítame, oh trance divino, escribir por el fatal desenlace de nuestra historia.»
Y así, con mi alma encadenada a ella, comenzó mi fatal romance con la muerte.
Los días se transformaron en versos grises, recitados al pie de nuestras sombrías caminatas. En la penumbra, desenfundaba mi pluma para teñir con tinta el alma de la melancolía que desprendía su presencia, aún brillaba un destello de amor en cada verso que susurraba. Pero mi corazón sabía que este romance era fugaz como la vida misma, un retazo en el tejido del tiempo.
Sin embargo, temeroso de la consumación de nuestro fatal destino, mi verbo se hizo más sombrío, mis versos surcaban abismos de desesperanza. Pues al convertir la muerte en mi amante, abría la puerta al último adiós. ¿Sería mi pluma capaz de trascender y verse reflejada en los ojos de aquel ser al que tanto adoraba, ahora bañado en tinieblas?
El día de nuestro fatal desenlace llegó, el último recital de nuestro sombrío romance. Con cada verso que mi pluma esgrimía, sentía como la vida se desgarraba de mi alma. Y en el último estertor, acabando mi poema maldito, dejé caer el alma, pero mi cuerpo no sucumbió. Quedé petrificado en ese momento, aún atado a la vida, pero perdido en las tinieblas de mi insania.
La muerte, entonces, se desvaneció de mi vista, dejando un beso frío en mi frente. Mas no por crueldad, sino por lección. Comprendí que, si bien mi corazón había estado ligado al fatalismo, tanto mi vida y mi tinta habían unido sus destinos en amor y muerte. Un acto de purificación y renovación.
Aún estoy aquí, a veces en mi ventana, con la pluma por única compañía. Y aunque la muerte aún me ronda, pues ahora soy consciente de su existencia, ella también me ha mostrado la importancia de disfrutar el instante, de abrazar el amor y de arrancarle sueños a las sombras.
Y es que solo así, a través del amor y del arte, que la muerte y la vida encontraron su equilibrio, un gozo fatal situado entre las sombras de mi corazón.